jueves, 19 de agosto de 2010

CAPÍTULO OCHO: Un ángel en tierra de hombres.

Muchos son los nombres que los hombres me han dado a lo largo de mi vida desde que decidí compartir la Tierra con ellos, ya que cuando se vive eternamente hasta tu propio nombre carece de importancia. Cuando se vive para siempre como yo, sin un objetivo, sin una esperanza, sin nada que ganar o perder, todo pierde su sentido, yo mismo era un sinsentido.

Al morir la Reina, mi Reina, me embargó el odio, la rabia, la impotencia. Decidí quedarme en Egipto, no quería abandonar el lugar donde la conocí, donde aún la sentía cercana y podía recordarla, donde podía visitar los lugares donde pasamos momentos felices. Seguí en su ejército porque de esa manera descargaba mi ira, hacia Dios sobre todo, mataba a sus criaturas en los campos de batalla, me bañaba en su sangre, y eran los únicos momentos en los que lograba algo de paz.

Llegó un momento en el que fui temido como el mismo Diablo, tanto por los pueblos extranjeros como por el que me había adoptado. Corrieron rumores acerca de pactos ilícitos con los dioses, por los cuales se me concedía eterna juventud y una fuerza sobrenatural, por ello decidí que había llegado la hora para mí de abandonar Egipto, era hora de irme lejos, de reinventar una nueva vida, una nueva identidad, de comenzar de nuevo, antes de que los rumores se extendieran mucho más, antes de que se dieran cuenta realmente que no había envejecido ni un solo día desde mi llegada.

La noche que abandoné Egipto visité la tumba de Hatshepsut en el Valle de las Reinas, en el cielo brillaba la luna llena, exactamente igual a la noche en que ella se fue, dejándome solo. Me arrodillé en la arena, frente al templo, y abrí los brazos hacia el cielo.

- Padre, perdóname…te abandoné, no imagino el dolor que pude causarte por ello, pero si el dolor que siento ahora se acerca aunque sea un poco apiádate de mí Padre…- ardientes lágrimas bañaban mi rostro.- Aceptaré cualquier castigo que quieras imponerme con tal que me dejes verla una vez más, y luego volveré para siempre a tu seno, te obedeceré ciegamente, juro que jamás volveré a traicionarte.

Reinaba el silencio.

- ¡Padre!- mi gritó resonó por todo el Valle de las Reinas.

De pronto una luz cegadora inundó mi cabeza, tan sólo duró unos pocos segundos, pero mi padre ya me había dado su respuesta. No había redención para mí, tenía que vivir la vida que había elegido, no había más opción.

Me incorporé. Miré de nuevo hacia el Templo, pues no estaba seguro de volver a verlo, y de pronto una visión del futuro cruzó mi mente: vi cómo el templo era saqueado por hombres con extrañas vestiduras, vi cómo se llevaban el cuerpo de la Reina, las riquezas, todo…no lo permitiría, podrían llevarse lo que quisieran, pero a ella no. Antes de darme ni siquiera cuenta de lo que estaba haciendo atravesé las puertas del templo, nadie osó cruzarse en mi camino, ni siquiera cuando arranqué las puertas de la cámara que guardaba su sarcófago. Tan sólo uno de los guardias tuvo el atrevimiento de dirigirme la palabra.

- ¡Señor…no puede hacer eso!.- dijo con voz casi estrangulada. En apenas un salto me puse a su lado, lo agarré por la garganta y lo alcé sin esfuerzo.

- ¡Si te pones en mi camino juro que te mataré, a ti y al necio que se atreva a intentarlo!- rugí.- ¡Me llevo a mi Reina!- lo solté, cayó al suelo como una piedra, en sus ojos había puro terror.

Todos los guardias huyeron despavoridos, nadie se interpuso en mi camino mientras abandonaba el templo con el sarcófago de Hatshepsut cargado en el hombro. La llevé al desierto y la enterré en las arenas lejos del Valle de las Reinas, nadie la encontraría jamás. Eso fue lo último que pude hacer por ella. Esa visión era la última concesión que me haría mi Padre. Allí solo, en medio del desierto recé una oración por ella y le di el último adiós. Aquella misma noche abandoné Egipto. Habían transcurrido diez años de la muerte de mi Reina.

Innumerables vidas se sucedieron desde que dejé el país en el que “nací”, luché en muchos ejércitos, conquisté incontables reinos, conocí a grandes reyes de la historia, emperadores, generales, filósofos, hombres de ciencia…y fui amado por muchas y bellas mujeres, pero ninguna tocó mi corazón. Jamás permanecí muchos años en el mismo sitio, jamás me permití establecer lazos con ningún ser humano, porque antes o después ese lazo se rompería, el destino de los humanos era morir algún día, el mío permanecer hasta el fin de los tiempos.

Los primeros siglos de mi vida los dediqué al arte de la guerra, en el cual destacaba siempre por encima de los demás, pero a medida que los humanos evolucionaban también yo evolucioné con ellos, y gracias a la fortuna amasada conquista tras conquista pude retirarme a una vida más apaciguada, que dediqué a estudiar y a aprender, viajé por todo el mundo y aprendí que el poder es de aquellos que ostentan las riquezas, no de los que ganan las batallas. Por aquel entonces mi fuego interior estaba más apagado, mi espíritu más resignado a morar entre mortales.

Aprendí sobre arte, música, literatura, ciencias, astrología…tenía sed de conocimientos, quería explotar al máximo aquella parte de los humanos, era fascinante ver todos sus descubrimientos, ver cómo la humanidad era cada vez más avanzada y sofisticada. A veces sentía nostalgia de mi Reina perdida y deseaba haber podido tenerla a mi lado y enseñarle lo que los humanos podían llegar a conseguir. Otra de las cosas que aprendí a lo largo de los años fue que no sólo la riqueza era poder, también lo era el conocimiento. Me dediqué a frecuentar a los hombres de poder, me mezclaba entre ellos discretamente, procurando no destacar, no despertar curiosidades que no podría explicar sobre mi persona, fuera donde fuese no me era difícil llegar a esas cumbres, quizá aún quedaba en mí algo de la esencia del ángel que una vez fui, que me permitía codearme con la alta sociedad, moverme entre ellos, quizá había algo que los atraía hacia mí.

Hacia el año 1.800, no recuerdo muy bien la fecha, recibí una noticia impactante, una que le dio un sentido distinto a mi vida, que me dio un objetivo por el que luchar. Por aquel entonces me encontraba viviendo en México cuando recibí una carta de mi hombre de confianza en Praga, Max, en ella me hablaba de un científico oscuro, del cual se decía que con ayuda de magia negra había inventado un artilugio que permitía viajar en el tiempo. Sin perder un segundo hice las maletas y emprendí el viaje de regreso, tenía que buscar a ese científico y a ese artilugio, a cualquier precio. Era mi único camino para ver de nuevo a Hatshepsut y volver luego al lugar al que pertenecía. Tenía que ser mío.

Cuando llegué a Praga Max había continuado con su investigación, averiguó que el científico vivía en Florencia, y que su estado de salud era extremadamente delicado. Temiendo que muriera antes de que llegase a Florencia viajé sin descanso día y noche. Una vez en la ciudad, convenientemente alojados, seguimos con la búsqueda de aquel hombre, tardamos dos semanas en dar con él, para entonces ya estaba moribundo y apenas hilaba palabras coherentes. Estaba en su lecho, se le veía enfermo y cansado, y sobre todo terriblemente asustado. Nos hicimos pasar por dos clérigos que iban a darle la extremaunción, pero sólo yo pasé a la habitación, los moribundos podían verme tal cual soy, y Max no sabía cuál era mi verdadera naturaleza.

- Que Dios me perdone por lo que he hecho.- dijo nada más verme.

2 comentarios:

  1. Jooo.... acabo de comentarte, pero creo que blogger se ha hecho el sueco!!

    Te decía que la primera parte del Cap. VIII la recuerdo... creo que fue la 2º o 3ª que publicaste y que ahora parece tener más sentido! Y la segunda parte.... me deja intrigada otra vez!!!!!!!!!!!!!

    Besitos y me encanta leerte :)
    Arantxa.

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  2. Sí, fue en el final del capítulo VIII dd comienza un poco la trama d misterio ;), ahora he retomado la historia del ángel con la q empezó el libro :), para q sepáis q fue d él tb ;) jejeje
    M alegro un montón q t esté gustando tanto :)
    Besitoos!!

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