domingo, 20 de junio de 2010

CAPÍTULO UNO (II)


Caí a la Tierra en Egipto, en el año 1.460 a. C., durante el reinado la Reina Hatshepsut. Fue ella misma la que me encontró inconsciente en uno de sus jardines de palacio y ordenó llevarme a sus habitaciones, donde fui atendido, curado de mis heridas, alimentado, aseado y perfumado. Nadie osó cuestionar a la Reina sobre mi presencia, quién era y cómo había llegado hasta allí no era asunto de nadie más que de ella.

En esas habitaciones permanecí durante tres días y tres noches. Por el día la Reina me visitaba, me contaba historias sobre su reino, sus antepasados, admiraba mi hermosura, acariciaba mi pelo azabache, las facciones de mi cara, se maravillaba ante la perfecta armonía y fortaleza de mi cuerpo, la negrura de mis ojos, jugaba con la piel de mi espalda, provocándome extrañas sensaciones que no había tenido jamás, llevándome al límite para luego dejarme frustrado. La tercera noche mi amada ordenó conducirme a sus habitaciones, y durante las horas de oscuridad fui iniciado en el arte del amor físico, y la amé aún más. Mi total existencia giraba en torno a ella. Si Hatshepsut conocía mi verdadera naturaleza jamás dijo palabra alguna sobre ello, ella debía saberlo, pero guardaba mi secreto y me protegía con su silencio.

En aquellos momentos yo era un ser nuevo, con todas las sensaciones por experimentar. Cualquier cosa significaba una novedad, había todo un mundo de emociones ante mí. Dedicaba las horas de luz a descubrir el mundo en el que había decidido por propia voluntad morar por toda la eternidad, y las noches a practicar las artes amatorias con mi bella Hatshepsut. Fueron los años más felices que jamás conocí.

Ella hizo de mí la criatura más dichosa de la Tierra. Lideré su ejército, conquistando tierras en su nombre, protegiéndola de sus enemigos, secando sus lágrimas, acompañando sus sonrisas, velando su sueño. Pero mientras yo crecía, aprendía y me fortalecía a lo largo de los años, Hatshepsut iba gastando su vida, y aunque la marcha del tiempo se grababa en su piel yo la seguía viendo como aquella muchacha de diecinueve años que me encontró en sus jardines y me enseñó todo lo que sabía del mundo a través de sus ojos. Pero indudablemente el tiempo me la iba arrancando de las manos, y yo no podía hacer nada para evitar arrebatársela.

Finalmente llegó el día en el que Hatshepsut abandonó palacio, cediendo el trono a Tutmosis III, y se trasladó a su templo en el Valle de las Reinas, frente a Luxor, con tan sólo unos pocos sirvientes. Estaba cansada y enferma, y sabía que le quedaba poco, lo cual aumentaba aún más mi desesperación, quería salvarla, quería pasar la eternidad junto a ella, pero no sabía cómo, sólo Dios tenía ese poder, y yo era un desterrado en el Reino de los Cielos, sin derecho a nada, mucho menos a pedir. No me quedaba más alternativa que resignarme a perderla para siempre. Y fue entonces cuando conocí el significado del dolor infinito, no como el que infringe una herida, sino uno profundo, agudo, sangrante, que no tiene principio ni fin, sin esperanza.

Se fue de noche. La Historia cuenta que Hatshepsut murió sola, los historiadores no siempre conocen toda la verdad. Hatshepsut no estaba sola aquella noche pues ella murió en mis brazos. Sus últimas palabras, que se perdieron en el viento de aquella luna oscura fueron para mí…las recuerdo perfectamente…

- Acércate…- me llamó con voz débil haciendo un ademán con la mano.

Me coloqué al lado de su lecho y tomé su mano. Estaba muy pálida, y muy fría.

- Chss…no hables mi amor.- le acaricié la frente, tenía el tacto del mármol.

Apretó mi mano y se incorporó en un último esfuerzo en el que derrochó la poca energía que quedaba en su cuerpo, su rostro quedó muy cerca del mío. Entonces me habló por última vez.

- Anubis me está esperando…no me queda mucho tiempo ya.- su voz se quebraba al mismo tiempo que yo me quebraba por dentro.- Sé lo que eres…siempre lo he sabido… y ahora…ahora veo tus hermosas alas negras- una lágrima se derramó por su mejilla.-…fuiste el mejor regalo que la diosa Isis me concedió…

- Hatshepsut…- las lágrimas me corrían ardientes por el rostro. De pronto ardía en deseos de explicárselo todo, de decirle qué era, de dónde venía, por qué estaba en la Tierra, de decirle que ella lo era todo… pero me puso un dedo en los labios y frenó el torbellino de mis pensamientos.

- No hay tiempo… yo comprendo- y lo hacía, lo vi en sus ojos que se iban alejando de mí-…me voy…pero siempre te amaré…siempre estarás en mi corazón…te esperaré en la otra vida…- pero yo no tendría otra vida, sólo tenía una eterna en la Tierra, donde ella iba yo jamás podría alcanzarla, la realidad de este hecho me golpeó duramente, pero callé, decírselo habría sido una crueldad.

La besé por última vez, y allí, en su lecho, sostenida por mis brazos fui testigo único de su último aliento. Hatshepsut se había ido para siempre, habían pasado treinta y cuatro años desde que me rescató en su jardín, que ahora se me antojaba demasiado lejano y cálido en contraste con el frío, la oscuridad y la soledad que ahora me rodeaban.

Recosté a Hapshepsut en el lecho y me maravillé ante la elegancia serena que presentaba su rostro aún en la muerte. La miré una última vez para grabar cada detalle de ella en mi mente, y entonces me fui.

Salí del templo y tropecé con la luz de la luna llena que inundaba el Valle de las Reinas y hacía resplandecer el Templo de Hapshepsut, ahora convertido en su tumba y última morada…mi bella Hapshepsut…el dolor volvió a encogerme el corazón.

No tenía hogar, no tenía patria, no tenía un lugar al cual volver, nadie me esperaba en ninguna parte…

Por primera vez desde que cayera a la Tierra estaba solo, total y terriblemente solo…

2 comentarios:

  1. Hola, hola!!!

    Acabo de leer la primera caída de este ángel... Muy bonita la historia de amor con Hatshepsut!!Parece que compartimos amor por Egipto...

    Sigue escribiendo, guapa!! Yo espero el próximo relato deseosa!!

    Besitos,
    Arantxa.

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